La primera voluntad con la Carla fue la de devolverle su naturaleza de vivienda, ubicada en un edificio que recoge los últimos latidos del modernismo catalán (1936); la segunda –con la misma tozudez reparadora–, recuperar los elementos arquitectónicos y detalles ornamentales originales supervivientes. Estas dos premisas tejen el lenguaje sobre el que quiere sostenerse el proyecto: el ejercicio de arqueología que supone la recuperación de la preexistencia, y que obliga a desplazar a una segunda capa la nueva intervención. El programa del encargo era foral: se requirió una área generosa y autónoma para los niños y otra de iguales características para los padres. Entre ellas tenía que suceder el resto de la vivienda.